JAVIER VALLEJO/ El País
Los colores de la locura, entendida como extravío del alma. Charlie Levi Leroy, actor, director, autor y psicólogo, hace un breve mosaico de personajes aquejados de graves patologías en La mirada interior, soliloquio de soliloquios interpretado por Raquel Arigita. En un cubo blanco inmaculado cuyas reducidas dimensiones evocan la habitación de un psiquiátrico, la actriz encarna sucesivamente a siete mujeres que sufren trastornos psicóticos: no figura ningún psicópata porque estos, desafortunadamente, siempre anduvieron sueltos, integrados y escalando posiciones faraónicas en la pirámide social. De la fijación que los personajes tienen con sus amantes o con quienes abusaron sexualmente de ellas, podría desprenderse que sus graves desequilibrios psíquicos son efecto de eso, pero más bien creo que en todos los casos el incidente amatorio se convirtió en centro gravitacional nuevo de una patología anterior. De los siete, el texto con más vuelo, el más sugestivo y ambiguo, es el del enamorado ignorante de estarlo de dos gemelas que se turnan en sus citas, que podrían ser en realidad una sola mujer desdoblada cuyo brote alcanza la intensidad del que Polanski mostró en Repulsión. Raquel Arigita los interpreta con voces y actitudes marcadamente diferentes, cargando las tintas en el de la lesbiana que evoca a su apedreada Mari- Gaila (Divinas Palabras) y en el de la asesina. La prefiero en sus registros más naturales. Sobre todo en el monólogo octavo, el de mayor extensión, de corte autoconfesional, en el que autor y actriz cosen sutilmente pasajes característicos de los siete anteriores. Un buen final, llano y en alto, para un espectáculo que hará gira por sudamérica.
LA MIRADA INTERIOR
de María Matos.
Durante los 80 minutos que dura “La mirada interior”, el público escucha en la voz de Raquel Arigita, los intrigantes testimonios de varias mujeres que pasaron por la habitación 513 del Lennox Mental Hospital de Nueva York. La frontera entre la razón y la cordura es una línea difusa, subjetiva, cambiante. A menudo los trastornos mentales pasan desapercibidos, se ocultan tras una aparente normalidad, y en otros casos, las decisiones coherentes son vistas como riesgos innecesarios que rozan la locura. Raquel Arigita oscila en ese limbo, una cuerda floja a la que sube a los espectadores en “La mirada interior”. Durante los 70 minutos que dura la función, el público escucha los intrigantes testimonios de varias mujeres que pasaron por la habitación 513 del Lennox Mental Hospital de Nueva York. Observa sus extraños comportamientos, sus actitudes infantiles o paranoicas; presencia sus inestabilidades, sus miedos y sus recuerdos inventados. Sin embargo, sobre el escenario sólo observa una figura, que imperceptiblemente se desdobla en numerosos personajes con la sola ayuda de una goma de pelo que guarda alrededor de su muñeca y la variación de la gravedad de su voz. Unas telas transparentes encierran la historia en un cubo que reconstruye las pequeñas proporciones de la 513. En su interior, una cama, una mesilla y un sinfín de sentimientos que luchan por desbordar los límites impuestos, las fronteras de la cordura. La intensidad crece gracias al juego de luces de la escenografía, fuertes tonalidades frías o cálidas que contrastan con el blanco enfermizo de la habitación cada vez que se sucede un supuesto cambio de escena, o de personaje. Estos elementos son los únicos acompañantes de las mujeres, que dejan al descubierto su interior tanto como su cuerpo, cubierto ligeramente con una bata de hospital. Arigita sabe transmitir la feliz claustrofobia del cubículo, la inocente ignorancia de sus habitantes, y transforma su personalidad en cuestión de segundos, impactando y sobresaltando al espectador. Pese a los primeros minutos de confusión, en los que no sabe lo que está presenciando, su impecable interpretación le engancha, emociona y le hace entrar en su fantasía esquizofrénica, para que unos instantes antes de finalizar, el texto dé un giro de tuerca y la cordura, o la locura sensata, aparezcan en escena.
LA MIRADA INTERIOR.
by Gema Sánchez Hernández
“Los artistas estamos todos locos” dice Raquel Arigita en su magnífica interpretación en La mirada interior escrita y dirigida por Charlie Levi Leroy. La frase se las trae pues, como toda la obra, está llena de profundidad, de simbolismo, de palabras sensibles que llegan con facilidad al corazón y de inmediato las procesas como pequeños fragmentos de tu propia experiencia vital y te sientes comprendida en aquel espacio íntimo dónde nada es real pero todo es verdadero. Así es la magia del teatro, una potente alquimia que te envuelve cuando te encuentras en una obra que ha sido creada con el alma de un grupo de artistas los cuales con mucha valentía se muestran como son: vulnerables. Aunque a mí me va más el drama cómico, La mirada interior me ha llegado al alma, quizá porque soy mujer, tal vez porque pertenezco al grupo de los catalogados como locos por ser diferentes o simplemente porque está bien hecha. Una sola actriz asume con gracia, destreza y sin juicios el reto de interpretar a siete mujeres clausuradas por locura y a sí misma. Este es síntoma de que por detrás hay una dirección impecable. El texto es brillante, y la escenografía el reflejo de toda la obra: sencilla y sublime. Se nota que es un trabajo que lleva el sello del amor, que está hecho por gente que ama lo que hace y por tanto disfruta haciéndolo y compartiéndolo.
LA MIRADA INTERIOR
Revista La Tarántula.
La locura, a veces, no es otra cosa que la razón presentada bajo diferente forma. Lo primero que te llama la atención es la escenografía: una composición de caja enorme blanca con una sencillez de blancura que se cuela en la retina; una especie de celda con una estética aséptica y demoledora. Representa la habitación 513 del Lennox Mental Hospital (New York), o más bien encierra la historia de miles de mujeres que a través de los tiempos han impregnado ese espacio del extraño olor de la locura o de la cordura que no se correspondía a su tiempo. De debajo de las sábanas se erige una mujer que después será varias: Raquel Arigita es la actriz. Y ya no volverá mas a la cama, porque tiene mucho que hacer en escena. Mucho que desgarrarse el alma en una suerte de acto tan natural como el que se lima las uñas. Un desgarro interior lento, elegante, preciso, sin aspavientos de actriz engolada. Y podría haber caído en ello, porque es lo loco lo que representa, y no una locura si no varias, de diferentes calibres y condiciones. Pero Arigita lo hace con la soltura de las que no se despeinan después de batallar con miles de gigantes, con la gracia de las que han pisado escenarios y saben como pisarlos, porque solo da un leve giro a su cabello, modifica algunos músculos de su cuerpo, varia el timbre de la voz y aparecen en escena unas tras otras mujeres que pasaron por el lugar de encierro de la, tal vez, enajenación. Charlie Levi Leroy escribe y dirige este drama lleno de poesía, dotándolo de un texto cargado de feminidad y complejo de interpretar pero delicioso para cualquier actriz que se disponga a transitarlo por el camino correcto para conectar con el público y dejarlo petrificado mientras se va transformando en uno u otro discurso. Raquel Arigita engancha, naturalizando frases de insania con frases de cordura en las que se dibujan con trazo firme las historias de amor como motivo del estado mental de cada personaje. Pero aún hay más, porque el autor no solo construye un monologo de desdoblamiento si no que le adorna con giro final de vuelta de tuerca. Un giro, que si hemos aprendido a no juzgar durante la función, deja un extraño dulzor de boca. Ese que tiene el saberse libre, el aceptarse en la libertad y el poder salir del encierro interior. Porque fíjense, la función se llama La Mirada interior, no la habitación 513 que es desde donde parte el periplo de las diferentes enajenadas. No es la locura el trasfondo, si no la cordura de romper ataduras y elegir como vivir. Cordura y locura en un baile circular. Un vals acompasado en el que los pasos que dan vueltas se van construyendo con la misma melodía de palabras para lo loco que para la sensato. La Mirada Interior es un interesantísimo trabajo que arriesga tanto en lo poético, lo histórico como en lo reflexivo. Cuando termina, con ese final que parece un continuo más que un “se acabó la función” (característica de los puntos y seguidos que acostumbra el autor y director en sus obras) se nota una ovación sincera entre el público, ya que lo que hemos visto parte de la sinceridad y el público devuelve lo mismo.
LA MIRADA INTERIOR
de Victor Claudín
Nos cuentan por escrito, antes de asistir a la representación de “La mirada interior”, que desde 1920 en que se fundó el Lennox Mental Hospital en Nueva York, hasta 1994, año en que fue clausurado, pasaron por sus habitaciones más de 3.200 mujeres. Los tratamientos más usados para la enfermedad mental eran electroshock, terapia del coma de insulina, lobotomías y otras vejaciones y torturas. Uno de los muchos establecimientos de ese tipo repartidos por la toda la geografía mundial hasta hace bien poco, y cuyo estilo aún se maneja en demasiados actualmente. En el escenario, Raquel Arigita nos traslada espléndidamente a aquel dolor, tan eterno, a través de un texto impecable de Charlie Levi Leroy. “Loco no es el que pierde la razón… sino el que pierde todo menos la razón.” Eso es lo que vamos sintiendo con Raquel delante. No lo aprendemos, porque probablemente ya esté en nuestro balance intelectual, sin embargo su desesperanza nos supura hasta arrancarnos las lágrimas, descorazonándonos por una realidad que, sin precisar el referente histórico, nos rodea. Lo reconocemos, en lo que también nos afecta. Raquel lleva el pelo recogido, ahora se lo suelta echándoselo por delante de la cara, más tarde se muerde la bata de enferma, de prisionera, o sencillamente se da la vuelta con un gesto revirado, porque con mínimas modificaciones externas cambia de víctima, de personaje. Así hasta un total de ocho casos, ocho mujeres que fueron habitando la habitación 513, una tras otra. Ocho historias que recrea con algunos datos, hacen falta pocos: siempre vienen de la violencia para concluir en otra manera más sofisticada de la misma raíz, hasta sentirse ya fuera de la vida, un puro despojo que a nadie importa. Desde su condición de mujeres, queriendo ser felices con pocas cosas, pero sustanciales. El comienzo casi nos lo dice todo: la mujer, Raquel, está bajo la sábana, acurrucada en el camastro, tapada por entero, escondida para aislarse del mundo cruel que la ha maltratado, que la ha violado, que la ha dañado, y que ahí l blanco. Espectacular la puesta en escena, por una sencillez que lo explica todo, que todo lo contiene. Raquel nos cuenta, o pudiera ser Charlie, que la salida a la violencia, tal vez también a la locura, a lo que quienes mandan consideran enajenación, es la interpretación, el salir de uno mismo, es teatro. Monólogo desquiciado. Es la resolución. Sobre el escenario se profesionaliza la psicosis y la esquizofrenia. En él la actriz, el actor, son todo lo que pueden llegar a ser, y así nos lo enseña
Raquel, magistralmente, encogiéndonos el corazón. Y así terminamos ese viaje por el sufrimiento de alrededor de una hora que nos abandona en la calle, conmocionados.